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Publicado en Raíces N° 1 (Marzo 1986), pág.39

Un judaca en Sefarad

Por Por Mario Muchnik

IVO EN ESPAÑA desde 1978, pero hace más de 30 años que abandoné definitivamente mi país, la Argentina. Soy de ascendencia ashkenazí, de familia no religiosa y, personalmente, no soy creyente. La colonia judía en la Argentina, muy mayoritariamente ashkenazí, suma varios cientos de miles de individuos, la mayor parte de los cuales se mantiene al margen de la sinagoga, si bien son muchos los que conservan las tradiciones y respetan las fiestas en sus casas, un respeto, hay que decirlo todo, menos ritual que espiritual. Con ello quiero decir que no pasa nada si en Pésaj no se hace séder, puesto que en Pésaj todos los judíos de la Argentina saben que es Pésaj. Como judío no creyente quizás no sea un caso típico, pero tampoco soy un caso raro. En la Diáspora son mayoritarios los judíos llamémoslos laicos, pero los agnósticos somos, como en el mundo en general, pocos. Creer, creer que sí o creer que no, es lo más corriente; pero rehusar creer, estar dispuesto a aceptar sólo bajo demostración racional, es cosa rara, y no únicamente en cuestiones de religión. El agnosticismo, que ha sido la base de mi educación, me ha llevado con naturalidad a rehusar todas las afirmaciones globalizadoras. Es mi posición ante el antisemitismo. Cuando de alguna manera, por sutil que sea, se me hace responsable de actos de otros judíos, actos buenos o actos malos, siento que se comete un grave error de lógica cuyas consecuencias pueden ser igualmente graves. Rehúso toda responsabilidad por el bombardeo de la sede de la OLP en Túnez, como rehúso toda responsabilidad por conquistas como la teoría de la relatividad. Como judío, no me siento ligado moralmente a los demás judíos, sino solamente a mi propio quehacer y el de mi entorno inmediato. Pero esta actitud de rehusar los juicios globalizadores que me involucran gratuitamente tiene su exacta contrapartida en rehusar emitir juicios que engloben gratuitamente a los demás. Me repugna tanto hablar de los méritos o culpas de “los judíos” como de los vicios o virtudes de “los franceses”, o “los americanos”, o “los árabes”. Sencillamente rehúso entrar en ese juego. Para un judío ashkenazí nacido en Sudamérica y residente en España –eso que con un pelín de menosprecio pero mucho humor se llama un “judaca”, versión judía del “sudaca”– esta actitud de intransigencia moral vale no sólo como criterio para desenmascarar y contrarrestar el antisemitismo, no sólo como criterio para poner en evidencia y luchar contra los provincialismos y xenofobias de todo tipo que caracterizan la sociedad de este fin de siglo XX, sino para restablecer verdades y sanos equilibrios dentro del judaísmo mismo, verdades y equilibrios que con demasiada frecuencia quedan enterrados por el sectarismo. Porque es cierto que todo juicio globalizador es un prejuicio. Pero también es cierto que la lógica no impide ni la moral veta hablar de “los judíos”, “los franceses”, “los árabes”, en lo que objetivamente estos grupos tienen y reconocen tener en común, por ejemplo una lengua, o una religión, o una particular ideología. Es así que es posible hablar de “los ashkenazíes” como de los judíos de la cultura del ídish; y de “los sefardíes” como de los judíos de la cultura del español. Quizás no sea totalmente ignorado que yo soy el editor de Elias Canetti, un búlgaro sefardí que, escribiendo en alemán, ganó el Premio Nobel en 1981. Hablando con Canetti, hace unos años, me preguntó si yo sabía por qué los sefardíes eran tan arrogantes. La verdad es que su pregunta me sorprendió, no por no haber leído que así se refiere Canetti a su familia en su propia autobiografía, sino porque su pregunta venía formulada precisamente como un juicio globalizador, como un prejuicio. Y quienquiera que haya leído a Canetti sabe que a nadie se puede considerar tan categóricamente exento de prejuicios como a ese gran escritor. Desde luego, no le pude responder, ni tampoco se respondió él a sí mismo. Sólo se limitó a describir una serie de experiencias de las que podía deducirse, sí, que eran casos en los que había prevalecido la arrogancia de sus parientes. Pero yo he conocido bastante de cerca a algunos judíos sefardíes de Buenos Aires, por haber estado casado en primeras nupcias con una sefardí de origen turco. Y lo que me decía Canetti de su familia tenía matices que me resultaban extrañamente conocidos. De alguna manera, y sin lugar a dudas por vías de la educación, también yo sentí que la arrogancia formaba parte, no esencial pero sí relativamente vistosa, del comportamiento de muchos sefardíes con los que había estado en contacto. No entraré aquí a analizar los vestigios del concepto español de “hidalguía” que pueden haber salido pegados a las suelas de los zapatos de los judíos expulsados en 1492. El asunto ya ha dado pie a muchas y muy instructivas polémicas, también dentro de la polémica más vasta sobre la hispanidad a la que supieron dar trascendencia Claudio Sánchez-Albornoz y Américo Castro. Sólo me interesa señalar que también a mí me ha tocado presenciar algún que otro gesto arrogante en judíos sefardíes, una arrogancia sutil pero que, en la medida en que la pude detectar, me pareció gratuita, fundada en una creencia de superioridad grupal cuyos orígenes, como digo, prefiero hoy dejar en manos de gente más versada que yo. Lo que me pregunto es lo siguiente: sabido es que si no fuera por la exogamia, el pueblo judío contaría hoy, pese a los holocaustos de la historia, con 10 o 15 veces más de individuos de los que somos. Con tanta exogamia, es decir, con tantos matrimonios entre judíos y no-judíos, es notable que, dentro del judaísmo, se mantengan las dos grandes vertientes, los sefardíes y los ashkenazíes. ¿Qué pasa? ¿Sefardíes y ashkenazíes se casan menos unos con otros que con no-judíos? No conozco las estadísticas. Valdría la pena conocerlas, porque quizás sea cierto que haya una barrera de arrogancia entre unos y otros, y que a la arrogancia sefardí corresponda una imagen especular en la de los padres ashkenazíes que no se resignan a dar la mano de su hija a “los otros judíos”, los judíos que “no pasaron por Auschwitz”, por ejemplo. Porque también el Holocausto resulta servir de blasón a algunos judíos, especialmente a ciertos judíos ashkenazies que del Holocausto sólo han oído hablar, que afortunadamente nunca fueron perseguidos y que vivieron toda su existencia muy lejos de los hornos crematorios. Entre estos falsos hidalgos de hoy, tan poco hidalgos como la parte de los hidalgos sefardíes, suele prevalecer la opinión de que sólo ellos, o en todo caso sólo los ashkenazíes, tienen derecho a la patente de víctimas del antisemitismo, con lo que caen en una doble usurpación de rol histórico: la de atribuirse miserias que en realidad nunca han sufrido, y la de considerarlas exclusivas de ellos y de su estirpe ashkenazí. Olvidan, con una amnesia que en algunos casos poco tiene de involuntaria y que entonces se vuelve instrumento político, que todos los judíos, colectivamente, han sido perseguidos, que en los hornos crematorios entraron muchos cadáveres de sefardíes, y que lo único a lo que ello no da derecho es a proclamarse ipso facto perseguido y a arrogarse blasones por el sufrimiento ajeno. Pronunciemos de una vez el término que nos asusta pero que, confesémoslo, es el que corresponde según el uso: se trata de otra forma más, quizás menos virulenta, quizás más bonachona, quizás menos conocida, de racismo. No vamos a caer en juicios globalizadores y sostener que “los judíos son racistas”. Pero no vamos a sostener tampoco lo contrario, que sería igualmente globalizador: que no lo son. Entre los judíos se da el racismo como entre cualquier otro pueblo dividido, eso es todo lo que diremos. Pero no diremos menos, tampoco. Yo no hablo como sociólogo, que no lo soy, sino como judaca raso. De manera que no puedo limitarme a constatar el hecho y darme por bien servido. La pregunta me viene al espíritu, no soy yo quien sale a buscarla: ¿qué hacer para luchar contra este racismo? Soy incapaz de dar recetas, reformulo la pregunta: ¿Qué puedo hacer yo para luchar contra este racismo? En primer lugar, admitir que existe. En segundo lugar, hablar de él, como hoy aquí. Y en tercer lugar, siempre, sea en las circunstancias que sea, rehusar entrar en el juego. Rehusar participar en la complaciente aceptación de supuestas superioridades o inferioridades. Negar a priori toda validez a postulados grupales. Reconocer con humildad que, aunque ashkenazí, yo no estuve en Auschwitz y afirmar con orgullo que, aunque ashkenazí, mi “hidalguía” vale tanto como la de cualquier sefardí, sí bien mis antepasados nunca fueron expulsados de Sefarad. Porque no es una hidalguía de sangre la de que os hablo, amigos, sino de virtud, como instruye Don Quijote a Sancho Panza: “La sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale”.

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